olegario debe morir

Olegario debe morir

El despertador fue incapaz de abrirle los ojos a Olegario; ni a una banda de guerra le habría sido fácil tan siquiera lograr un parpadeo y menos sacarlo de esa caverna profunda donde lo dejó tirado la juerga alcohólica de la noche anterior. Era lunes. Ya debería llevar si quiera una hora de estar despierto si aspiraba llegar a tiempo a trabajar; pero tal cosa ya no ocurriría, como casi todos los lunes por la mañana. La escena de aquel día era casi una copia del inicio de la semana anterior, excepto porque el aire de la habitación no estaba saturado por la cantaleta altisonante de Rosa, la esposa de Olegario. Su gritería fue inusualmente reemplazada por un silencio tan grave que fue posible notar el momento en que la cabeza de Rosa echó a andar sus pensamientos: decidía cómo decirle a Olegario que ya no viviría más con él.

Mientras el rencor clavaba los ojos de Rosa en la cara rojiza y barbada de su marido, que se hallaba medio zambullida en la almohada, ella repasaba los hechos del juicio sumario que se llevaba a cabo en su mente. Una a una desfilaron las contundentes evidencias que condenaban a Olegario: sus borracheras casi religiosas de los fines de semana; su asombrosa capacidad para desordenar en segundos lo que a ella le costaba horas de abnegación; su carácter agrio y corrosivo, capaz de marchitar todos los intentos de ternura y pasión de Rosa…

En ese extenso memorial de agravios sobresalía con más intenso dolor la infame ofensa de la noche anterior: Olegario le había jurado a Rosa no fugarse con sus compinches de farra y, en cambio, quedarse con ella para celebrar su aniversario de bodas. Cambiaría, aunque fuera por una vez, la botella de aguardiente y la iluminación deprimente del bar por una copita de vino que disfrutaría con su fiel mujer, a la luz de las velas.

La ocasión significaba para Rosa una nueva oportunidad para intentar revivir su matrimonio cadavérico. Era de esas mujeres tenaces, criadas con el paradigma de que “la mujer hace al marido” y con la convicción de que la esperanza es lo último que se pierde; no obstante, ese día sí se le perdió. La estocada final no consistió en que Olegario llegara seis horas después de lo acordado ni en que se vomitara sobre el mantel recién bordado por Rosa para la ocasión.

Luego del justo reclamo de Rosa, lo que apagó definitivamente su corazón fueron las palabras envenenadas que usó Olegario para responderle; llevaban la precisión de una bala de francotirador, pese a ser pronunciadas con el arrastre típico de los borrachos: “A mí no me hace falta celebrar el aniversario de la peor decisión de mi vida”.

Después de oír el epítome de la crueldad, Rosa no lloró, ni siquiera se enojó; solamente sintió cómo su amor por Olegario acababa de ser asesinado. Y los asesinos (concluyó, mientras observaba a su marido) merecen morir.

Como si la sentencia de Rosa le hubiese llegado por telepatía, Olegario volvió al mundo de los sobrios, empujado por unas náuseas inmisericordes. Sus ojos se abrieron, amenazando con salirse, y apenas atinaron a localizar el baldecito azul que, por la fuerza de la costumbre, tenía ya su lugar fijo debajo de la cama.

Rosa esperó con fría paciencia a que Olegario terminara de vaciarse. Sabía que el ahora pálido rostro de su esposo tarde o temprano tendría que encontrarse con sus ojos acusadores. Cuando finalmente él se atrevió a mirarla, Rosa le disparó, con la misma puntería que le mató el amor la noche anterior, una frase que Olegario jamás le creyó capaz de pronunciar: “Deseo con todo mi corazón que el de ayer haya sido nuestro último aniversario. Deseo que te mueras”.

Una bala de verdad no habría sido tan letal. Ni después de las peores borracheras, ni siquiera en las que apareció la humillación de una violenta cachetada, Rosa se había atrevido a insinuar maldición alguna, y no por miedo, sino porque su amor sacrificial se lo impedía.

Ese “deseo que te mueras” le dio a Olegario la certidumbre de que esta vez sí se le había ido la mano, pues, aunque de forma vaga, recordaba la esencia de la ofensa con la que lastimó a Rosa. La convicción de culpa por sus palabras necias era tan fuerte que disipó la resaca más rápido que diez cafés. En aquel instante tuvo una lucidez meridiana sobre las consecuencias de lo que acaba de oír: descartó de inmediato cualquier intento de reconciliación tradicional, como llevar una serenata con mariachis o enviar un ridículo arreglo floral. Tales cosas le parecían inútiles; pañitos de agua tibia, incapaces de reparar el inmenso desastre que causó. Lo irónico fue que ante la evidente pérdida, se dio cuenta de que en los bajos fondos de su corazón había todavía amor para Rosa; un amor que lamentablemente se mantuvo sumergido en el licor.

No había nada qué hacer. Era el autor intelectual y material de la muerte de su matrimonio. Sentado en el borde de la cama, entendió que lo único que restaba era poner fin al rebosado sufrimiento de Rosa y, de paso, al suyo; ya sentía ascender un caudal abrumador de tristeza que emergía de su corazón.

Tuvo la imperiosa necesidad de finalizar este drama. En el armario entreabierto vio una bonita corbata que le había regalado su mujer. Nunca se la estrenó, ni siquiera para darle el gusto a Rosa de lucir su regalo. Era hora de usarla para algo, así fuera para hacer justicia.

olegario debe morir

Dos días después de que Olegario desapareció, golpearon a la puerta de Rosa. En su umbral estaba don Rodrigo, el tendero del barrio. Él era uno de esos vecinos a quien todo el mundo aprecia y respeta por su carácter benévolo y su vocación de servicio comunitario: tendía la mano y ofrecía consejo sin cruzar nunca la raya que sí pisan los entrometidos. Tanto era así, que pese a las sinceras recomendaciones que le daba a Olegario sobre los perjuicios de beber tan seguido, jamás se atrevió a negarle un aguardiente o una cerveza. Por petición de Rosa (quien por puro formalismo y no por remordimiento le pidió su colaboración) se dio a la tarea de encontrar a Olegario. Ese día, don Rodrigo era portador de noticias sobre el asunto. Sus habituales mejillas bonachonas y coloradas estaban inusualmente pálidas, y su mirada era la de una persona que acaba de ver algo fantasmal.

“Lo encontré, doña Rosita. Venga conmigo”. De camino hacia el lugar donde se hallaba Olegario, Rosa no habló, aunque por dentro esperaba lo peor, y sobre todo después de que don Rodrigo le dijera con voz entrecortada: “Doña Rosita, él está irreconocible”.

Cuando finalmente Rosa pudo verlo, supo que don Rodrigo no exageró. De hecho, se había quedado corto. Rodeando el cuello de Olegario estaba la corbata nueva, perfectamente anudada; era muy extraño porque Olegario no sabía hacer nudos de corbata, y más extraño aún era que la corbata combinara con una hermosa camisa nueva de lino, manga larga. Al barrio entero le habría sorprendido menos que las vacas tocaran violín antes que ver a Olegario usando una cosa diferente a sus habituales camisetas raídas y añejas, reliquias de mundiales de fútbol pasados. También eran nuevos los zapatos y el pantalón, y más nuevo todavía era su rostro, radiante y casi juvenil, luego de una afeitada reveladora que acabó con más de una década de barba descuidada.

Eso fue impactante para Rosa, pero no tanto como oír el saludo de ese hombre que tenía rasgos reverdecidos de su marido: “Hola. Es un gusto conocerte. Desde ahora llámame…, digamos…, Víctor, o como quieras bautizarme…, porque a ese a quien conociste como Olegario no le quedó otra que morirse”.

Rosa no dudó. Las tiernas lágrimas que rodaron por sus mejillas daban fe de haberse convertido en una creyente de la resurrección; una mujer convencida de que si Dios encarnado convirtió agua en vino, bien podía obrar la metamorfosis de su marido. Qué va… la esperanza no se pierde. Ella no demandó ninguna prueba inmediata de que tal suceso fuera genuino; simplemente lo aceptó. El paso del tiempo respaldó su acto de fe porque, efectivamente, ese hombre a quien volvió a conocer nunca más tocó el trago. Esa fue la primera de muchas cosas que cambiaron con la muerte de Olegario, quien resucitó en el esposo gentil, cariñoso y compasivo con el que Rosa contempló felizmente la llegada de las canas, las arrugas y la muerte.

Óscar Guzmán Valbuena

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